martes, 31 de agosto de 2010

Estás perdiendo la cabeza, Viskovitz


-->
¿Cómo era papá? –le pregunté a mi madre.
–Crujiente, un poco salado, rico en fibra.
–Quiero decir antes de comértelo.
–Era un mequetrefe inseguro, angustiado, neurótico, un poco como todos vosotros, los machitos, Visko.
Me sentía más cercano que nunca a aquel genitor al que no había llegado a conocer, que se había descompuesto en el estómago de mamá mientras yo era concebido. De quien no había recibido calor, sino calorías. Gracias, papá, pensé. Sé lo que significa, para una mantis macho, sacrificarse por la familia.
Me detuve un instante, en grave recogimiento, ante su tumba, es decir, ante mi madre, y entoné un miserere.
Al poco rato, como pensar en la muerte nunca dejaba de provocarme una erección, consideré llegado el momento de reunirme con Ljuba, el insecto al que amaba. La había cono­cido más o menos un mes antes, en el matrimonio de mi her­mana, que por otra parte era también el funeral de mi cuña­do, y había quedado prisionero de su cruel belleza. No habíamos dejado de vernos desde entonces. ¿Cómo había sido posible? Dios me había bendecido con el don más apre­ciado por nosotros, los mantis: la eyaculación precoz, condi­ción indispensable de cualquier historia de amor que aspire a no ser efímera. La primera semana había perdido sólo un par de patas, las raptatorias, la segunda el prototórax con sus anexos para el vuelo, la tercera...
–¡No lo hagas, Visko, por amor de Dios! –empezaron a gritarme mis amigos Zucotic, Petrovic y López, encarama­dos en las ramas más altas.
Para ellos la hembra era el demonio, la misoginia una misión. Desde la metamorfosis sufrían algún tipo de desvia­ción o disfunción sexual, habían adoptado los votos del sacerdocio y se pasaban todo el santo día mascando pétalos y recitando salmos. Eran muy religiosos.
Pero no había oración que pudiese detenerme, no ahora, que oía el gélido suspiro de mi amada, el sombrío rumor de sus membranas, su fúnebre y burlona sonrisa. Me moví fre­néticamente en dirección a aquellos sonidos, con la única pata que me quedaba, apoyándome en mi erección, esfor­zándome por llegar a visualizar la gloria de sus formas, ahora que no podía verlas porque ya no tenía ocelos, ahora que no podía olerías porque ya no tenía antenas, ahora que no podía besarlas porque ya no tenía palpos.
Por ella había perdido ya la cabeza.
“Eres una bestia, Viskovitz”. Me encantaría poder salvarlo del fuego, pero resulta que está descatalogado. A mi, no me acaba de entrar en la cabeza que nunca jamás pueda comprar una copia. Vale, el señor editor oloquesea dijo “haremos mil copias” pero si esas mil copias se venden, ¿no hacen más? Y si se juntaran mil personas pidiendo ese libro ¿no se reimprimiría? La realidad es que no se puede comprar (¿Ni aquí, ni en Barcelona, ni en la China meridional?) y es una lástima porqué creo que este libro le encantaría tanto al lector experimentado como a cualquier novato.

Un cuento de los muchos que hay en el magnífico libro "Eres una bestia Viskovitz"

jueves, 26 de agosto de 2010

Aprendo aprendo aprendo

"Hay cosas que tenemos que aprender,
tú a mentir y yo a decirte la verdad,

tú a ser fuerte y yo a mostrar debilidad,
yo a morir y tú a matar."

Siempre tenemos mucho que aprender y es triste pensar que hay gente que pasa por la vida sin acumular esas experiencias y convertirlas en sabiduría, que están condenados a tropezar con la misma piedra una y otra vez. A mi me gusta pensar que cometeré nuevos errores. Aunque también es verdad que “las cosas nunca salen como uno querría”.

lunes, 16 de agosto de 2010

Miedo

Las fuerzas de la evolución dotaron de un poder tremendo al sistema del miedo, en las primeras y brutales épocas de la humanidad, sólo el miedo nos mantenía vivos. Nos capacitaba para saltar a la acción a la primera insinuación de peligro. La reacción de miedo automática se hizo más rápida que el proceso de razonamiento, más rápida que la experiencia del sentimiento de amor, más rápida que cualquier otro acto humano. Y así sobrevivimos.